Por Tomás Barna
El hombre siempre encuentra alguna excusa para festejar o recordar un acontecimiento o un personaje querido o admirado. Así, Julio Cortazar, que en la actualidad bien podría tener 90 años y pico, merece, con toda evidencia -por su hombría de bien y su obra magistral- esta recordación.
Como ambos trabajábamos en la Unesco, en París, me pude dar el gustazo de conocerlo personalmente. Allí, donde compartíamos muchos almuerzos durante la década de 1970, hablábamos de cuanto concierne a la vida, al ser humano, a la creación literaria, sin poder soslayar jamás lo atinente a la Argentina, a Buenos Aires y al tango.
En las postrimerías de dicho decenio nos reencontramos en una noche tanguera -siempre en París- con motivo de la presentación de sus tangos con música de Edgardo Cantón. Los interpretaba Juan Cedrón con su cuarteto, convertido en esa ocasión en un noneto donde se destacaban el pianista Héctor Grané (que fuera arreglador y figura relevante de la orquesta de Pedro Láurenz en la década de 1940) y los bandoneonistas César Stroscio, Roberto Caldarella y Juan José Mosalini (que había sobresalido años antes en el conjunto de Osvaldo Pugliese).
En esta obra tanguística Cortázar desnudaba todo su amor y su punzante nostalgia de Buenos Aires -la ciudad que se le había convertido en una persistente remembranza. Como ejemplos que nos hacen vibrar de emoción están sus tangopoemas "Medianoche aquí", "La cruz del sur" ("La mufa") y "Veredas de Buenos Aires" que, en su brevedad, concentra el dolor lacerante de "la búsqueda del tiempo perdido". Así rememoraba Cortázar los años de su infancia en la ciudad amada:
"De pibes la llamamos la vereda
y a ella le gustó que la quisiéramos.
En su lomo sufrido dibujamos
tantas rayuelas.
Después, ya más compadres,
taconeando,
dimos vuelta manzana con la barra
silbando fuerte para que la rubia
del almacén saliera con sus lindas
trenzas a la ventana,
A mi me tocó un día irme muy lejos
pero no me olvidé de las veredas
pero no me olvidé de las veredas.
Aquí o allá las siento en los tamangos
como la fiel caricia de mi tierra.
¡Cuánto andaré por ahí hasta que pueda
volver a verlas!"
Esa magia, esa yuxtaposición de imponderables que llamamos destino hizo -una vez más- de las suyas. Entre un grupo de amantes del tango residentes en París, capitaneados por Cantón, logramos abrir una tanguearía -en el corazón de la Ciudad Luz-, que fue la protección de aquel impromptu cortazariano. La bautizamos "Trottoirs de Buenos Aires" ("Veredas de Buenos Aires"), y Cortázar fue el padrino espiritual de ese ejemplo del tango en París. Y, por supuesto, en la noche inaugural él estuvo presente con todo su entusiasmo sumándose a la oración que cosechaba el Sexteto Mayor dirigido por José Libertella y Luis Stazo. ¡Era el 18 de noviembre de 1981!
Pero ahora vayamos al encuentro de la obra literaria de ficción de Cortazar, la que mucha veces está impregnada de la esencia de Buenos Aires y de su latido tanguero.
Cortázar es uno de los más grandes renovadores de las letras latinoamericanas. Es un maestro de lo fantástico cotidiano. Algunas de sus novelas y cuentos se hallan poblados de fantasmas que él corporiza mediante un sugestivo realismo poético. Su experimento revolucionario en lo que atañe a la estructura novelística -cuyo logro mayor es "Rayuela" (1963)- ya está en germen en su primer libro de cuentos, "Bestiario"-editado en 1951, año en que se traslada a París.
La riquísima galería de personajes porteños que presenta en su primera novela, "Los Premios" (1960), también había sido gestada en algunos relatos de "Bestiario", siendo el ejemplo más palpable el cuento titulado "Las puertas del cielo".
El autor indaga en lo complejo de la realidad, busca el reverso de la medalla, la faz oculta de los hechos, de las situaciones, de los seres; y el bestiario no solo desborda de tigres, conejos u otros animales, sino especialmente de "monstruos"... que son los que nos habitan; los que nos convierten en agonistas de esa fauna inquietante.
En el cuento mencionado Cortázar nos introduce, de pronto, en un local de baile de Buenos Aires de los años de 1940 (el Palenno Palace) y nos recrea aquel ambiente, sus tipos, su lenguaje popular matizado con lunfardismos, y nos hace aspirar la atmósfera acre, densa, que envuelve a los personajes que se debaten entre las sombras de la realidad. Y el tango tiene allí sentados sus reales. Al promediar el relato Cortázar presenta este cuadro, diciendo: "Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguiría distraído y miraba el palco de la Típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas, y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
-Esto asienta al cerveza. ¡Puta que está concurrida la milonga!
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista; del otro lado había sillas contra una larga pared, y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho; oiríamos muy bien la típica rebasada de los fueyes y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia. Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica".
Evidentemente Cortázar hace alusión aquí al cantor Alberto Castillo que solía actuar en el Palermo Palace de la calle Godoy Cruz, en los Portones de Palermo, por los años de 1940. Pero el momento culminante de la narración -en cuanto al clima y al espíritu poderosamente tangueros-, siempre en el mismo ámbito (Cortázar lo denomina "Santa Fe Palace"), se nos aparece así: "Anita Lozano recibía ahora los aplausos del público al saludar desde el palco; yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto; ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitada de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido; de pronto me di cuenta como el Santa Fe era Celina. Se le veía en las caderas y en la boca; estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes; yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fueyes. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vacación de anís y valses criollos".
El pasado es un orbe cargado de imágenes familiares con las que el porteño o aquel ser identificado con Buenos Aires se reencuentra a menudo para retomar aliento tras su lucha sin cuartel contra el tiempo que lo agobia.
¡Cómo no iba a ser, entonces, el tango un tema visceral de la narrativa argentina, si el tiempo es su propia esencia temática! Era ineluctable, por lo tanto, que la literatura argentina -a través de todos sus géneros y de escritores de la magnitud de Borges, Sábato, Gálvez, Marechal, Arlt, Kordon y Cortázar, entre otros- contribuiría a inmortalizarlo!#