Por Carlos G. Groppa
Al contemplar el dibujo me vi parado en la esquina. Igual que ayer. Nada había cambiado, sólo yo. Apoyado en el buzón, con unas flores en la mano, mi traje azul, un sombrerito Mike Hammer y el faso en los labios. Envuelto en su humo, esperaba. Esperaba a la mujer de mis sueños, a la que en ese entonces era la de mis sueños, un sueño que se rompió bruscamente.
Al contemplar el dibujo me vi parado en la esquina. Igual que ayer. Nada había cambiado, sólo yo. Apoyado en el buzón, con unas flores en la mano, mi traje azul, un sombrerito Mike Hammer y el faso en los labios. Envuelto en su humo, esperaba. Esperaba a la mujer de mis sueños, a la que en ese entonces era la de mis sueños, un sueño que se rompió bruscamente.
Pero no importa, lo importante era soñar, recordar la situación, el barrio, esos que uno conoció por que una novia lo citaba en una esquina cualquiera de los tantos -cien, según Castillo- barrios porteños. Bajar de un tranvía, escuchar los tangos que salían por las ventanas al pasar junto a ellas, ver el cana charlando con un vecino, respirar el aire puro de la plaza, suspirar... Y al mirar inquieto el reloj, caminar hacia la esquina, apoyarse en el buzón y esperar. ¿A quién?, se preguntaran tanto la gorda solterona que espía por la ventana, como el jubilado en camiseta que me relojea apoyado en la puerta del zaguán con el nietito jugando a sus pies, en tanto los purretes de los alrededores se acercaban mirándome sin hablar, sonriendo entre ellos, como si nunca hubieran visto un tipo con traje azul, unas flores en la mano, un sombrerito Mike Hammer y un faso en la boca, apoyarse en un buzón y esperar.
Igual que en el dibujo yo estaba esperando, nervioso, estrujando las flores con las manos húmedas, hasta que, sorpresivamente, llegó la mujer de mis sueños. Me saludó tímidamente, se disculpó entrecortadamente por la tardanza en la peluquería, le entregué las flores y, tomándome de la mano, me acercó al zaguán donde estaba reclinado el jubilado. "Mi abuelo", me dijo. "Este es Carlos", le dijo al él a modo de presentación y sin darme tiempo a nada me llevó escaleras arriba a la azotea para presentarme a su madre. Al fin de cuentas, para eso nos habíamos citado.
Al llegar, la visión de su madre con los bigudíes puestos colgando tres camisetas recién lavadas de Boca, Racing y River, me estremeció, me hizo entrar en el túnel del tiempo y ver a sus hijos con las camisetas puestas, una cerveza en una mano y un trozo de pizza en la otra, discutiendo a los gritos conmigo sobre fútbol. No hoy, no maniana, sino domingo a domingo, mientras durara mi relación con su hermana. ¡Y esto no podía ser! Al menos para mi, un tipo que detesta los deportes, que disfruta la conversación inteligente con mujeres con swing, mientras bebe un licor menos burdo que la cerveza, con los codos apoyados en la barra de un bar con un piano perdido en el ambiente. Por lo que, al presentarme a su madre, se me estrujó el corazón. Azorado, la miré fijo, como con un adiós en los ojos. Lo nuestro no es amor, me dije. Y sin pensarlo más, di media vuelta, le solté un "chau" a la madre -al fin de cuentas ya habíamos sido presentados-, me abroché el saco al pasar ante la mujer que había sido -ya no lo era- de mis sueños, y bajé las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Saludando al abuelo -no vi por qué no hacerlo dado que él no tenía la culpa de que yo sintiera un rechazo por las camisetas deportivas y las posibles discusiones con sus tres nietos con ellas puestas, la cerveza y todo lo demás-, llegué a la esquina, justo cuando pasaba el tranvía. De un salto trepé a la plataforma y huí, no raudamente porque la velocidad de los tranvías no es mucha, pero sí oyendo perderse en la distancia el tango que me recibió cuando me había acercado al buzón de la esquina.
Mientras el traqueteo del tranvía molía mis pensamientos, observé sin darle mucha importancia a la mujer que subía. La vi caminar indiferente por el pasillo, y sentarse a mi lado como no teniendo otra solución. Le sonreí, ¿por qué no? Ella me devolvió la sonrisa y... En ese momento me di cuenta que lo que uno cree es la mujer de sus sueños, quizás nunca podría convertirse en el gran amor de una vida, y que además sería bueno conocer otro barrio porteño, escuchar otros tangos salir por las ventanas... Al fin y al cabo cuando un suenio se rompe otro nace, hasta que un día, inexorablemente, uno de esos suenios se hace realidad y la mujer de los suenios se convierte en el gran amor de una vida. ¿Acaso la mujer que me sonreía sentada a mi lado?!
Nota.- El dibujo de Osvaldo Laino que ilustra esta página fue el culpable de esta historia. Al verlo, un montón de recuerdos juveniles se agolparon en mi mente. Este es el valor oculto que una sentida ilustración pone al alcance de quien lo sepa descubrir. Gracias, Laino, por ello!
1 comentario:
EXCELENTE RELATO,
YO PODRIA SER UNO DE LOS TÁCITOS PROTAGONISTAS YA QUE USO CAMISETAS DEPORTIVAS Y TOMO CERVEZA!!!
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